Escribiéndome... para romper violines

6.7.11

Lo que veo, lo que veía

Camino por la acera. Salteo la boletería. Subo tres escalones. Se acerca sobre los rieles, ese tren que no pasa por las nubes, ni tiene el mismo clima que el de la alegría.
Intencionalmente, ingreso en aquel furgón, por esta patológica obsesión a elegir siempre los últimos vagones, y tener simpatía por los “últimos” a secas (aunque también creo, que reír último, es sufrir delay mental).
Ya habiendo ingresado, priorizo mantener estabilidad corporal y constancia para respirar; básicamente porque hay siete cabezas rodeándome e imposibilitando a mis piernas moverse a lado alguno.
Recuerdo ese viejo consejo de Joseph Pilates: Power House, Power House, Power House. Y me cago en él. Ahora estoy entretenida anotando vergonzosamente el número que diviso de un cartel, que contiene la leyenda “Salga del veraz”.
De a poco, se despeja la zona en mi vagón (nunca en Gerli), y me enfrento cara a cara con una de las manijas que nacen en el techo, para poder sostenerse. Cuando digo “cara a cara”, no es por motivo más que a causa de la brevedad en mi altura.
Ya no tengo distancia abismal desde mi cabeza hacia el sostén de pasajeras manos desamparadas. Ahora, sólo basta con elevar mi brazo sin flexionarlo, y ejecutar la manija, para sentir que mi cuerpo y yo, no estamos tan a la deriva en nuestro solitario viaje al Cosmos del Tren.
Y sin embargo, es inexorable, recordar cuando ni en puntas de pie, lograba yo, tomar esta apoyatura.
El mundo, como a una presa fácil, me devoraba, aprovechándose de mis pocos centímetros. Mi papá era el mejor del mundo, según mis palabras. Y me protegía del ganado, con el que el sistema, nos impulsaba a viajar. Me alzaba en sus brazos, y me decía: “Ya llegamos, flaquita”.
Ahora, tengo cinco años, y cuando tenemos tiempo con Papá, jugamos lucha libre. Y vale todo. A veces creo que me tiene miedo, y que tendría que tomar la sopa, porque siempre que jugamos le gano yo.
Con las pulseadas, pasa lo mismo. Le digo que tiene que concentrarse, le digo “Pa, yo te voy a enseñar a jugar”. Pero no tiene fuerza. Y siempre le gano yo.
Con las carreras, pasa lo mismo. Él grita: “El que llega último a la esquina, pierde”. Y pierde.
Lo que más me gusta de Papá cuando me despierta, es ver que me hizo la leche, y me compró la Revista de los Domingos que le pido siempre. La semana que viene, la Billiken va a traer una mochila con rueditas, y él me prometió que me la va a regalar para que la use, cuando empiece el cole.
En la plaza, todos nos miran porque somos felices. Y a la gente le gusta mirar a los locos cuando son felices.
Me encanta cuando me deja manejar con él, pero me miente, porque yo no llego a los pedales del auto. Lo que no me gustó el otro día, fue que se quedó dormido cuando fuimos a ver Mulán al cine… ¡Se quedó dormido en la mejor parte! ¡Está re loco!
Yo le canto las canciones de Nubeluz y Xuxa, con pasitos de baile y todo. Y me dice que soy la nena más linda del mundo. Por eso, cuando caminamos por las calle, él elige darme la mano a mí. Entre todas las mujeres, me elige a mí.
Me pregunta siempre cómo me fue en el Jardín, y cuando viajamos en el tren, hace de cuenta que no le molesta que a cada rato le pregunte: “¿Ya llegamos, Pa?”. Y entonces, me alza y me cuida.

-¡Uy! –Digo yo, para mis adentros- En la próxima estación ya me tengo que bajar… Por poco sigo de largo…
Recibo un mensaje de texto. Es Papá:
-¿Ya estás llegando, flaquita?


Carol- Bord… Algunas historias, no tienen que tener necesariamente un "Fin"

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