Escribiéndome... para romper violines

29.5.12

La misma historia, en dos versiones


Ana sí duerme

 Tan al borde de la niebla perpetua, Ana se entregaba al viento para comprobar que aún sentía frío. Para comprobar que aún sentía. Y lo lograba a menudo. Las horas no avisaban. Las horas no pasaban. Hasta ese entonces, los minuteros y segunderos eran pequeños homicidas en formato de reloj. Y ahora, ni ella misma, podía distinguir cuándo acababa y cuándo comenzaba un nuevo día. Gran secuaz del pasado. Solía hablar con él y empaparlo en preguntas sobre dónde estuvo todo este tiempo.
 No se sentía adentro de ella, ni afuera. Ya había dejado de lado los sobretodos, los sacos tejidos por su abuela (quien hoy, tenía más vitalidad que la propia Ana), los había pospuesto para abrigarse con su frustración. Ese pequeño escalofrío, condenaba a su cuerpo a muerte, al ver que había vida más allá de sus cuatro paredes. Y se potenciaba. Su inconsciente, o preconsciente, o conciencia de a ratos, le informaba por cada suspiro ejercido por sus pulmones que no se había convertido en nada similar a aquello que hubiera anhelado ser. Ana se veía hoy a sus treinta y algo, en su casa amueblada y decorada rústicamente, rodeada de voces internas que tranquilamente podían provenir de algún mandato a cumplir. Ella era eso. Inmueble. Muebles. Mandato atascado en el sendero que no conoce el camino de vuelta. Inmóvil su reacción y un gusto a derrota antes de tiempo. Pensaba que lo más improbable era frenar esa rumia mental que lo único que le decía era todo lo que no logró y nunca logrará (o al menos, eso creía). Se miró en el espejo para conversar con alguien que mantuviese la vista fija en ella. Y se encontró atorada en nada. En nadie. Prefirió hacer un enfoque nuevo, un cambio.
 Se replanteó cómo seguir.
 Encendió la radio y, sin piedad, Almendra le decía “…Ana no duerme, espera el día, sola en su cuarto…”. Conspiración universal.
 Prosiguió con su auto-conversación. Y se replanteó cómo terminar.

Ana sí duerme

 Mientras en la ciudad la gente parecía proyectarse como en una película de cine mudo y en modo acelerado, Ana miraba su propia vida como una fotografía. Extrañaba el momento en que se bañaba en impunidad para vestirse, mezclando medias de red negras (más cerca de asfixiar sus piernas que de cubrirlas), con botas de plataforma rojas y un batido que la beneficiaba por regalarle 20 cm de más. Y veía esas imágenes como quien intenta recordar su primer día en el jardín de infantes.
 Sin embargo, ella era una máquina de generar preguntas al pasado, y con sus treinta y algo, no descifraba cómo ahora se sentía en la obligación de llamar “chica” a una mujer de 40 años (en estos momentos le preguntaba al pasado: “¿Te acordás de cuando el recurso que más usábamos para herir psicológicamente a una mujer, era su edad? ¿Te acordás de aquellos “Vieja chusma” a las niñas de 25 en adelante?”).
 La realidad, Ana, es que esas agujitas que giran y nos parecen sólo alertas de nuestras obligaciones, en verdad a veces (sobre todo en momentos como éstos), cumplen un rol. Pero no hay nada más alejado a ellas en cuanto a autoayuda.
 Entonces, nuestra protagonista, se encontró absorta en el fondo de sus miedos. Se dirigió al espejo. Se asustó: vio una fusión entre su madre y su vecina Porota. El espasmo fue aún mayor, en algunas cosas su madre y su vecina le sacaban ventaja.
Ana, no tenía nada que rellene la plaza restante de su cama, ni nadie a quien repetirle que si no estudia no hay postre, y todas aquellas cosas que cuando le eran dichas a ella, la contestación debía ser reprimida por contar a diez. Se dio cuenta de cuán verdugo podría resultar ese insignificante espejo, al que a diferencia de sus preguntas inútiles al pasado (como aquel que le conversa a un ficus), podría ser combatido.
Su primer paso, era marcar sus prioridades y comenzar a amigarse con aquella vida social que en algún otro mundo solía tener. Sintonizó la radio. De fondo, Almendra. “Ana no duerme”. Y cuando sintió que podría plasmar en el papel algo más que garabatos (que la llevarían al neuropsiquiátrico sin escala), oyó el fragmento de la canción “…Ana no duerme, espera el día, sola en su cuarto…”. Clave. Su más natural reacción mientras sentía una conspiración universal contra ella, fue la de regresar al baño y dar el primer paso en su camino al cambio.

Comenzó, entonces, a sociabilizar un poco más de cerca con dos amigos a los que veía más seguido que a su padre: Valium y Diazepam. Y se olvidó que no había escrito nada en su lista, antes de quedarse dormida.


Carol-Bord La vida puede ser una comedia, o una tragedia...

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