Ana sí duerme
Tan al borde de la niebla perpetua, Ana se entregaba al
viento para comprobar que aún sentía frío. Para comprobar que aún sentía. Y lo
lograba a menudo. Las horas no avisaban. Las horas no pasaban. Hasta ese
entonces, los minuteros y segunderos eran pequeños homicidas en formato de
reloj. Y ahora, ni ella misma, podía distinguir cuándo acababa y cuándo
comenzaba un nuevo día. Gran secuaz del pasado. Solía hablar con él y empaparlo
en preguntas sobre dónde estuvo todo este tiempo.
No se sentía adentro de ella, ni afuera. Ya había dejado de
lado los sobretodos, los sacos tejidos por su abuela (quien hoy, tenía más
vitalidad que la propia Ana), los había pospuesto para abrigarse con su
frustración. Ese pequeño escalofrío, condenaba a su cuerpo a muerte, al ver que
había vida más allá de sus cuatro paredes. Y se potenciaba. Su inconsciente, o
preconsciente, o conciencia de a ratos, le informaba por cada suspiro ejercido
por sus pulmones que no se había convertido en nada similar a aquello que hubiera
anhelado ser. Ana se veía hoy a sus treinta y algo, en su casa amueblada y
decorada rústicamente, rodeada de voces internas que tranquilamente podían
provenir de algún mandato a cumplir. Ella era eso. Inmueble. Muebles. Mandato
atascado en el sendero que no conoce el camino de vuelta. Inmóvil su reacción y
un gusto a derrota antes de tiempo. Pensaba que lo más improbable era frenar
esa rumia mental que lo único que le decía era todo lo que no logró y nunca
logrará (o al menos, eso creía). Se miró en el espejo para conversar con
alguien que mantuviese la vista fija en ella. Y se encontró atorada en nada. En
nadie. Prefirió hacer un enfoque nuevo, un cambio.
Se replanteó cómo seguir.
Encendió la radio y, sin piedad, Almendra le decía “…Ana no
duerme, espera el día, sola en su cuarto…”. Conspiración universal.
Prosiguió con su auto-conversación. Y se replanteó cómo
terminar.
Ana sí duerme
Mientras en la ciudad la gente parecía proyectarse como en
una película de cine mudo y en modo acelerado, Ana miraba su propia vida como
una fotografía. Extrañaba el momento en que se bañaba en impunidad para
vestirse, mezclando medias de red negras (más cerca de asfixiar sus piernas que
de cubrirlas), con botas de plataforma rojas y un batido que la beneficiaba por
regalarle 20 cm
de más. Y veía esas imágenes como quien intenta recordar su primer día en el
jardín de infantes.
Sin embargo, ella era una máquina de generar preguntas al
pasado, y con sus treinta y algo, no descifraba cómo ahora se sentía en la
obligación de llamar “chica” a una mujer de 40 años (en estos momentos le
preguntaba al pasado: “¿Te acordás de cuando el recurso que más usábamos para
herir psicológicamente a una mujer, era su edad? ¿Te acordás de aquellos “Vieja chusma” a las niñas de 25 en
adelante?”).
La realidad, Ana, es que esas agujitas que giran y nos
parecen sólo alertas de nuestras obligaciones, en verdad a veces (sobre todo en
momentos como éstos), cumplen un rol. Pero no hay nada más alejado a ellas en
cuanto a autoayuda.
Entonces, nuestra protagonista, se encontró absorta en el
fondo de sus miedos. Se dirigió al espejo. Se asustó: vio una fusión entre su
madre y su vecina Porota. El espasmo fue aún mayor, en algunas cosas su madre y
su vecina le sacaban ventaja.
Ana, no tenía nada que rellene la plaza restante de su cama,
ni nadie a quien repetirle que si no estudia no hay postre, y todas aquellas
cosas que cuando le eran dichas a ella, la contestación debía ser reprimida por
contar a diez. Se dio cuenta de cuán verdugo podría resultar ese insignificante
espejo, al que a diferencia de sus preguntas inútiles al pasado (como aquel que
le conversa a un ficus), podría ser combatido.
Su primer paso, era marcar sus prioridades y comenzar a
amigarse con aquella vida social que en algún otro mundo solía tener. Sintonizó
la radio. De fondo, Almendra. “Ana no duerme”. Y cuando sintió que podría
plasmar en el papel algo más que garabatos (que la llevarían al
neuropsiquiátrico sin escala), oyó el fragmento de la canción “…Ana no duerme,
espera el día, sola en su cuarto…”. Clave. Su más natural reacción mientras
sentía una conspiración universal contra ella, fue la de regresar al baño y dar
el primer paso en su camino al cambio.
Comenzó, entonces, a sociabilizar un poco más de cerca con
dos amigos a los que veía más seguido que a su padre: Valium y Diazepam. Y se
olvidó que no había escrito nada en su lista, antes de quedarse dormida.
Carol-Bord La vida puede ser una comedia, o una tragedia...
No hay comentarios:
Publicar un comentario