Escribiéndome... para romper violines

29.5.12

Retrato del bobo



 Se rompió el puente y me caí. Y me sumergí en las olas menos cercanas a míticos icerbergs y punto de partida. Lo peor, es que eran olas color ocre, y yo nunca supe qué era precisamente el color ocre. Incluso, desconociendo, me parecía insulso, insípido. Decir “ocre”, como el que saca al campo de juego al “colorado”, para mandar al descenso al original rojo. Ocre, para mí inútil, absurdo. Absurdo como disgustarse frente a un plato culinario que uno jamás probó. La idea fija al brócoli, sólo por tenerlo a pocos centímetros. Sólo idea fija.
 El ocre raro, también porque esas olas lo habían escogido a él. Ni siquiera a un azul Francia, aunque también sea de público conocimiento que la bandera francesa tiene el mismísimo azul que la estadounidense. Debe ser porque de los yanquis es el mundo, entonces el azul raro, ése azul raro, le pertenece a los franceses, como así también el mayo revolucionario. En fin. Nada más desagradable que el ocre. Y verme a mí mismo hundido, fundido, nadando de noche… ¡Ocre!
 Lejos de casa y pensando en ella. En qué habría sido de mi vida junto a su terquedad, que con sólo mirarme, predecía asquerosamente que íbamos a caer del puente; que ese puente no iba a transformarse en muro, pero que iba a esfumarse de nuestro camino, como lo que rozase el triángulo de las Bermudas. Y el puente expiró. Y con él, mis deseos, mis proyectos, jolgorios. Pero también mis penurias, mi angustia crónica. Porque lo único que prevalecía en esta emboscada, era olvidarse de todo por algún rato para nadar de noche y resguardar mi ¿valiosa? Vida. Era una prueba del destino (¿lo era?). Era una burla, no me jodan.   De todos modos, ¿qué hay, más trillado que el mal hábito humano de culpar al machacado destino?. De otorgarle entidad, piel, ojos, manos y un cerebro maldito que decide cómo serán nuestras vidas y con qué asustarnos. De darle vida, como al Estado, como a un Dios. Pero yo no soy distinto a ellos, y seguiré esa misma línea de plagio universal diciendo que sí. Que el destino me puso a prueba efectivamente; que quería reflejarme de rodillas, cara a cara con el cristal de mi pulsión vital. Quería saber, el destino, si lo que yo buscaba, era vivir. Parecía como si el chiste mpas grande de mi vida, hubiese encarnado en la ola color ocre, para verme luchando contra molinos de viento, con la fuerza que solía tener, y que ella, por error, guardó en su maleta. Y finalmente, cuando toqué el fondo del cliché, me sentí vacío… Pero tapado hasta el extremo de agua; contuve mis ganas de respirar, porque aunque quisiera, esas estúpidas aguas ocre me lo impedían. Yo era un ave de paso atorado bajo los escombros de esa porquería de puente maldito, pero nada amedrentaba mi ánimo de quitarle al mundo un poco más de ácido, para tomármelo de vez en cuando en el desayuno, por algunos años más. 
 Nada me detuvo: Yo quería vivir. Pero, claramente, mientras yacía como un sobreviviente fracasado, sentí como si alguien me tirara bruscamente de los tobillos, y luego me disparara un golpe de aire en la cabeza. Era lógico. Estaba despertando de ese siniestro oleaje ocre, totalmente consciente de haber luchado estoico, con el peligro frente a frente. Desperté con dolor de cabeza, pero consciente de mis sueños. Y en verdad comprendí que todo lo que estaba sintiendo, y todo mi reciente accionar, no era más que un error.   Ella era un error. Entonces, decidí que la llamaría para escupirle al teléfono, vomitar en su recuerdo, contarle que opté por dejar de amarla.
 Me sentí en soledad, pero triunfante.  Recordaba, mientras caminaba hacia la cocina a preparar el peor de los cafés que alguien pudo hacer jamás, a mi madre. Recordé a mi madre en mi andada matutina, y a sus consejos de absolutismo de gurú infalible. Colocaba una cucharadita de azúcar en la taza, y una de sus frases felices me pegaba una piña:

-“Te avisé”- Colocaba la segunda cucharada, y la frase protectora, ahora era:

-“Nunca me gustó esa piba, y siempre te lo dije… Es tan vulgar…”

 A la tercera cucharada sopera de azúcar, mientras mi pulso de neurótico normal, me abandonaba para cederle paso al psicótico brotando, el enunciado materno (de esos que se dicen porque se quiere al hijo), era:

-“Pasa que vos descuidaste la relación, también. No la justifico porque nadie me da tan mala espina como ella. Era yegua. Pero vos te ausentaste mucho por trabajo, por andá a saber qué. Y a ella la endulzó ese perejil de su compañero, con el verso de sátrapa, de amigo que quiere llenar los vacíos del abandono conyugal. ¡Si me lo habrán hecho a mí también en toda mi vida! ¡Embusteros! Y esa yegua agarró viaje, Fabricio. Pero no seas necio, hijito, admití que vos tuviste la culpa. Muy puritana no era, ya te acordás cómo la conociste. Pero…”

 Tiré el café a la mierda, por lo feo y porque ya estaba bastante despierto. Caminé hacia el living, dispuesto a discar el teléfono y decir todo lo que mi autodestrucción nunca me permitió; dispuesto a ser la contracara de mi lineal conducta de perro faldero; listo para decirle cuánto me alegraba el fin de lo nuestro. Y cuán feliz me hacía haberla superado.
 Sonó tres veces. Atendió él. Y fue un dolor bajo.
-Hola, ¿me pasás con Romina?- dije, entrecortado-.
No respondió nada, pero supuse que mientras le informaba a ella de mi espera en el teléfono, tapaba con los dedos el aparato, para que yo no escuchase lo que estaba oyendo perfecto: “El pesado”, dijo. Y atendió Romina:

-¿Qué querés ahora? ¿Qué pasa?  –furiosa, con un dejo de molestia, que más que dejo, era una tonelada-.

-Hola, Romi. Llamo para decirte que… -soy tan patético que quería parafrasear la canción y decirle “Llamo para decirte que te amo”, porque en ese momento se me nubló la mente, y olvidé el verdadero motivo de mi llamado. Lo olvidé por completo. Entonces, la inercia, como si yo fuese su marioneta, respondió por mí:

-Romina, quería decirte que, o sea, te estoy, digamos, te estoy llamando, sí yo te estoy llamando, porque resulta que en realidad…

-Dejá de llamarme –interrumpió mi indecisión- Dejá de joderme o te denuncio, llamo al neuropsiquiátrico, de donde nunca tendrías que haber salido, llamo a la policía, hago que te encierren. ¡No me molestes más, imbécil! No sé… Te va a buscar Hernán a tu casa en cuanto sigas hinchando, y se te van a ir las ganas de llamar. ¿Me escuchaste?


-Romina, tranquilízate, por favor. Necesito verte –rompí en llanto- Por favor te pido. Necesito verte, te extraño como nunca. Romina por favor… ¿Vamos a tomar un café?


Carol-Bord Y yo desperté, queriendo soñarla...

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