Se rompió el puente y me caí. Y me sumergí en las olas menos
cercanas a míticos icerbergs y punto de partida. Lo peor, es que eran olas
color ocre, y yo nunca supe qué era precisamente el color ocre. Incluso,
desconociendo, me parecía insulso, insípido. Decir “ocre”, como el que saca al
campo de juego al “colorado”, para mandar al descenso al original rojo. Ocre,
para mí inútil, absurdo. Absurdo como disgustarse frente a un plato culinario
que uno jamás probó. La idea fija al brócoli, sólo por tenerlo a pocos
centímetros. Sólo idea fija.
El ocre raro, también porque esas olas lo habían escogido a
él. Ni siquiera a un azul Francia, aunque también sea de público conocimiento
que la bandera francesa tiene el mismísimo azul que la estadounidense. Debe ser
porque de los yanquis es el mundo, entonces el azul raro, ése azul raro, le
pertenece a los franceses, como así también el mayo revolucionario. En fin.
Nada más desagradable que el ocre. Y verme a mí mismo hundido, fundido, nadando
de noche… ¡Ocre!
Lejos de casa y pensando en ella. En qué habría sido de mi
vida junto a su terquedad, que con sólo mirarme, predecía asquerosamente que
íbamos a caer del puente; que ese puente no iba a transformarse en muro, pero
que iba a esfumarse de nuestro camino, como lo que rozase el triángulo de las
Bermudas. Y el puente expiró. Y con él, mis deseos, mis proyectos, jolgorios.
Pero también mis penurias, mi angustia crónica. Porque lo único que prevalecía
en esta emboscada, era olvidarse de todo por algún rato para nadar de noche y
resguardar mi ¿valiosa? Vida. Era una prueba del destino (¿lo era?). Era una
burla, no me jodan. De todos modos, ¿qué hay, más trillado que el mal hábito
humano de culpar al machacado destino?. De otorgarle entidad, piel, ojos, manos
y un cerebro maldito que decide cómo serán nuestras vidas y con qué asustarnos.
De darle vida, como al Estado, como a un Dios. Pero yo no soy distinto a ellos,
y seguiré esa misma línea de plagio universal diciendo que sí. Que el destino
me puso a prueba efectivamente; que quería reflejarme de rodillas, cara a cara
con el cristal de mi pulsión vital. Quería saber, el destino, si lo que yo
buscaba, era vivir. Parecía como si el chiste mpas grande de mi vida, hubiese
encarnado en la ola color ocre, para verme luchando contra molinos de viento,
con la fuerza que solía tener, y que ella, por error, guardó en su maleta. Y
finalmente, cuando toqué el fondo del cliché, me sentí vacío… Pero tapado hasta
el extremo de agua; contuve mis ganas de respirar, porque aunque quisiera, esas
estúpidas aguas ocre me lo impedían. Yo era un ave de paso atorado bajo los
escombros de esa porquería de puente maldito, pero nada amedrentaba mi ánimo de
quitarle al mundo un poco más de ácido, para tomármelo de vez en cuando en el
desayuno, por algunos años más.
Nada me detuvo: Yo quería vivir. Pero,
claramente, mientras yacía como un sobreviviente fracasado, sentí como si
alguien me tirara bruscamente de los tobillos, y luego me disparara un golpe de
aire en la cabeza. Era lógico. Estaba despertando de ese siniestro oleaje ocre,
totalmente consciente de haber luchado estoico, con el peligro frente a frente.
Desperté con dolor de cabeza, pero consciente de mis sueños. Y en verdad
comprendí que todo lo que estaba sintiendo, y todo mi reciente accionar, no era
más que un error. Ella era un error. Entonces, decidí que la llamaría para
escupirle al teléfono, vomitar en su recuerdo, contarle que opté por dejar de
amarla.
Me sentí en soledad, pero triunfante. Recordaba, mientras caminaba hacia la cocina
a preparar el peor de los cafés que alguien pudo hacer jamás, a mi madre.
Recordé a mi madre en mi andada matutina, y a sus consejos de absolutismo de
gurú infalible. Colocaba una cucharadita de azúcar en la taza, y una de sus
frases felices me pegaba una piña:
-“Te avisé”- Colocaba la segunda cucharada, y la frase
protectora, ahora era:
-“Nunca me gustó esa piba, y siempre te lo dije… Es tan
vulgar…”
A la tercera
cucharada sopera de azúcar, mientras mi pulso de neurótico normal, me
abandonaba para cederle paso al psicótico brotando, el enunciado materno (de
esos que se dicen porque se quiere al hijo), era:
-“Pasa que vos descuidaste la relación, también. No la
justifico porque nadie me da tan mala espina como ella. Era yegua. Pero vos te
ausentaste mucho por trabajo, por andá a saber qué. Y a ella la endulzó ese
perejil de su compañero, con el verso de sátrapa, de amigo que quiere llenar
los vacíos del abandono conyugal. ¡Si me lo habrán hecho a mí también en toda
mi vida! ¡Embusteros! Y esa yegua agarró viaje, Fabricio. Pero no seas necio,
hijito, admití que vos tuviste la culpa. Muy puritana no era, ya te acordás
cómo la conociste. Pero…”
Tiré el café a la mierda, por lo feo y porque ya estaba
bastante despierto. Caminé hacia el living, dispuesto a discar el teléfono y
decir todo lo que mi autodestrucción nunca me permitió; dispuesto a ser la
contracara de mi lineal conducta de perro faldero; listo para decirle cuánto me
alegraba el fin de lo nuestro. Y cuán feliz me hacía haberla superado.
Sonó tres veces.
Atendió él. Y fue un dolor bajo.
-Hola, ¿me pasás con Romina?- dije, entrecortado-.
No respondió nada, pero supuse que mientras le informaba a
ella de mi espera en el teléfono, tapaba con los dedos el aparato, para que yo
no escuchase lo que estaba oyendo perfecto: “El pesado”, dijo. Y atendió
Romina:
-¿Qué querés ahora? ¿Qué pasa? –furiosa, con un dejo de molestia, que más que
dejo, era una tonelada-.
-Hola, Romi. Llamo para decirte que… -soy tan patético que
quería parafrasear la canción y decirle “Llamo para decirte que te amo”, porque
en ese momento se me nubló la mente, y olvidé el verdadero motivo de mi
llamado. Lo olvidé por completo. Entonces, la inercia, como si yo fuese su
marioneta, respondió por mí:
-Romina, quería decirte que, o sea, te estoy, digamos, te
estoy llamando, sí yo te estoy llamando, porque resulta que en realidad…
-Dejá de llamarme –interrumpió mi indecisión- Dejá de
joderme o te denuncio, llamo al neuropsiquiátrico, de donde nunca tendrías que
haber salido, llamo a la policía, hago que te encierren. ¡No me molestes más,
imbécil! No sé… Te va a buscar Hernán a tu casa en cuanto sigas hinchando, y se
te van a ir las ganas de llamar. ¿Me escuchaste?
-Romina, tranquilízate, por favor. Necesito verte –rompí en
llanto- Por favor te pido. Necesito verte, te extraño como nunca. Romina por
favor… ¿Vamos a tomar un café?
Carol-Bord Y yo desperté, queriendo soñarla...
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