Él decía que estábamos
bien. A veces, atrapado en el intento de consolarnos, improvisaba una
seguidilla de palabras convincentes, dulces. Hoy no era el caso.
Sospeché que el aire era un elemento punzante que sólo servía
para oxigenarme al mismo tiempo que me debilitaba. Sentía que los amaneceres, venían
a ocupar de ahora en más, ese trono de verdugo. Sospeché que las cosas no estaban
en su lugar.
Sospeché que se acercaba el temblor. Algo había cambiado… Algo,
que sin pena ni gloria, pasaba desapercibido bajo mi nombre y mi apellido.
Así fue que no hubo tiempo para caricias, ni sincericidios, ni
nosotros. Ya no hubo un por qué. A veces, los mortales nos coartamos ese pequeño
derecho carnal, y acaso lujo, de derrumbarnos, entregarnos, ofrecernos tendidos
a los pies del placer… A los pies de aquel otro, que aguarda pacientemente bajo
la sombra del ritual que sólo dos amantes conocen. Y es que quizás, las cosas ya no
estén en su lugar.
Quizás, los amantes precoces, que supieron conocer la fogosidad
escalofriante, ahora sólo sirvan para jugar a la escoba de quince con un mazo
de cartas.
Quizás, los amantes, ya no quieran amarse… Quizás sólo
proyecten desencontrarse.
Quizás él la ame, pero a ella nunca le basta. Quizás ella
exige porque su corazón se cae a pedazos del dolor, pero él jamás entenderá que
el mundo, según su enamorada, se divide en personas lindas y personas como
ella. Quizás, difícilmente ella encuentre persona semejante al sujeto que la ve
dormir junto a él acurrucada. Y quizás, difícilmente él encuentre motivos para perdurar.
Quizás las historias de amor sean un invento... Y en
alguna dimensión paralela, sean una realidad dolorosa.