Hace días que estoy enojada; insufrible, intolerante, insoportable, imbancable.
Giro en ochos tratando de encontrarle una vuelta, pero la única que da vueltas sobre lo mismo soy yo.
Me molestan esas alarmas de autos, esos dueños de cada coche de mi barrio, que no están enojados con nada, con nadie... Pero el sonido anti-robo de sus automóviles parecieran ser música para sus oídos, o cantos de sirena, o Arrorrós de una madre que intenta dormir al pequeño que llora sin consuelo.
Me molestan esos pibes con gomera... Bah, ¿a quién engaño? Siempre me molestaron, es que quiero sacarme culpas de un pasado jodido.
Me molesta sacar la basura y, como quien encuentra al despertar un post-it que declara el amor de un otro, encontrarme con envases de botellas en el canasto de basura que comparto con mis vecinos; restos de alimentos de transeúntes que deambulan por mis pagos y deciden botar sus sobras donde yo tiro mis bolsas de basura... No tenían tiempo de llegar a un cesto barrial. Me molestan.
Me molesta que mi perra pierda tantos pelos. Y me molesta que me moleste que mi pobre perra pierda tantos pelos dejándolos como huellas similares a las migas de pan, de aquellos hermanitos en el cuento infantil.
Me molesta la forrada masiva de unirse en una causa con un módem: Detesto ver perros descuartizados cada vez que entro en una red social en una foto con una leyenda que advirtiera la grave consecuencia que le provoco a la sociedad si yo no difundo esa tétrica imagen.
Me molestan algunas licenciadas en Recursos Humanos.
Me molesta que por culpa de unas pocas, nos sigan señalando como el sexo competitivo, envidioso por naturaleza.
Me molesta esta molestia.
Hablando con un amigo, hace poco, descubrí cierta base de mis enojos.
Estoy enojada con la vida. Por arbitraria, por injusta, por puta.
Porque es ella la que me remite a mi infancia, cuando éramos dos bandos en la clase de Educación Física del colegio, y el capitán de cada grupo se encargaba de elegir a los participantes de su equipo. Algo así es el duelo entre la vida y la muerte. Cuando la vida va eligiendo quiénes juegan para ella, por definición también está eligiendo quiénes no juegan para ella. Y la muerte, por descarte, se va quedando con el resto. Cuando a cada uno de nosotros, la vida nos apunta con el dedo, nos genera gratificación. ¿De qué? Preguntarán algunos. No lo sé. Hace meses que no le agradezco nada a la vida y es algo que me enoja mucho. Y si lo hago, me olvido a los segundos.
Desde que la vida misma se encargó de quitarme algunas sonrisas, siento que no hay mucho de qué reír.
Debería estar enojada con la muerte, es en verdad ella la hija de puta que se encarga de hacernos daño; de dejarnos solos, de alienarnos. Es ella en verdad la que te elige en su equipo, o la que hace trampa para que pierdas.
Cada vez que me enojo con la vida, siento una traición. Siento que enojarme con ella es morirme en vida cada día un poquito. Caminaré por lugares comunes, pido perdón, lector, pero para mí no es nada común hacerme cargo de estas miserias que se incrustan en mi corazón... Que ya está destartalado, pero apenas potable como para mantenerme parada y sonreír de vez en cuando.
Mi enojo no es con el distraído que se olvidó la alarma activa de su auto, ni con la señora que me tira una bolsa Ziploc en el canasto de residuos, ni mucho menos con Jamaica, mi perrita.
Estoy enojada.
Más que enojada triste.
Estoy tan triste que mis enemigos hoy serían grandes refugios.
Estoy tan triste que en el duelo que peleo día a día, no me importa ganar o perder.
Estoy tan triste, que si venís cinco segundos para decirme que te vas a ir, me hacés feliz un rato.
Estoy tan triste que las descripciones se funden en mi pensamiento, porque el vacío las opaca.
Estoy tan triste que cada vez que te veo de mentira, el vacío se va.
Carol-Bord... Sigo llorando, pero por vos luchando...
No hay comentarios:
Publicar un comentario