En noviembre del año pasado tomé la decisión más importante de mi vida vocacional. Hacía algunos años venía haciendo radio, luego de vagar por la vida sin un rumbo fijo; Siempre amante del arte, de la música, de cantar y escribir... Pero ninguna de las carreras por las que optaba me terminaba de generar esa cosa que sólo te da la adrenalina de sentir que lo que amás corre por todo tu ser; Como subirte a un escenario y dejar la vida en cada suspiro. Siempre fui una convencida (o mejor dicho, me hice convencer por mis decisiones), que no hay carrera que te forme para ser artista, que no hay escuela para aprender a vivir del arte, que no hay manual para generar algo más que un hobby... Todas las carreras que elegía me llevaban a lo mismo; verme parada frente a una clase de pibes enseñándoles ¿Historia del arte?, ¿Enseñar a comprender un texto? No, paso, no era lo mío. Y las dejaba, pese a las buenas notas de las que podía jactarme. ¿Estudiar algo por el sólo hecho de tener un título y que no me haga feliz? Es como el eterno reventado que a los 35 le pesan los mandatos y sólo para demostrar su capacidad (¿de qué? no lo sé), se engancha con la primera que conoce en el boliche y a los meses ya está casado y con hijos... y con una infelicidad que no le entra en el cuerpo. No, gracias.
Pasé, entonces, a la fase de indagar, de buscar, de hurgar en ese lado lúdico, en esa cosa que te une con amigos y te hace pasar buenos momentos; para algunos será jugar al fútbol; para otros salir a bailar salsa. Para mí fue hacer radio.
Y con una cuota bastante disimulable pero no por eso menos importante de nervios, me senté en el primer estudio de radio que pisé en mi vida, con mis amigas y con mi papá. Lo llevé a mi viejo para que me contenga en ese momento como si supiera que esa primera vez iba a tener semejante envergadura en mi vida. Mi viejo ya era un tipo de radio, con aire encima, con mucho guitarreo (algo que siempre le admiré y nunca dejaré de extrañar...). Procedimos entonces a inaugurar nuestro primer programa con amigas... De humor, de risas, de música.
Y allí, cada semana encontraba mi lugar en el mundo; comenzaba a sentirme más útil, a entretenerme en la producción de cada programa; a derrapar con tremendas barbaridades y total impunidad; a sentirme feliz esos ratos. Luego comencé a participar en otros programas, más tarde armé un magazine de actualidad que yo misma produje, (¡hasta trabajé como conductora y notera en un programa de tv zonal!), y de a poco, parecía como que la palabra radio se me hubiese tatuado en la sangre.
La decisión más importante de mi vida vocacional no fue solo esa; Esa decisión me encontró a mí en un momento de mi vida donde más la necesitaba. Y luego, por gente del palo que me iba escuchando, por amigos y por sugerencias que me convencían de a poco, llegó la decisión final (no confundir con Destino Final): QUIERO SER LOCUTORA.
- "Y bueno, me anotaré en el ISER" -pensaba en mis fueros íntimos y lo verbalizaba-.
Pero el ISER es el único lugar, el único instituto de Locución estatal, y siempre tuvo fama de ser esos molinos de viento contra los que luchaba el Quijote (que el examen que debés aprobar es muy difícil, que el cupo es muuuuy reducido; que es un chino entrar ahí).
No sé qué se me dio por tomar esta decisión en noviembre, días previos al cierre de inscripción; donde me acerqué al Instituto y todo el edificio me hizo sentir muy chiquitita, muy diminuta (como si eso costara tanto...), sin embargo no me dejé amedrentar. Comprendí que mi fin era vencer los miedos, sortear los obstáculos. Había llegado por fin al lugar que no todos tienen la suerte: Encontrar tu vocación. ¿Tarde? Puede ser. ¿Iba a dejar pasar mi vida porque era tarde? No, gracias...
EL verano previo a rendir ese examen compuesto por tres etapas de evaluación, fue un momento de mi vida donde sólo resonaba la palabra "ISER", donde aprendí tantas cosas que ya no podía almacenar todas y bien, donde el sacrificio que hacía para poder ser una de ellos, de los elegidos, de los capacitados, no me resultaba un fastidio; Sino más bien, yo sabía que ese esfuerzo tarde o temprano debería dar sus frutos, que lo iba a conseguir. Y como caballo de carrera me mandé, como siempre.
De todo el proceso de evaluación que duró un mes y monedas, sólo puedo decir que para los que sufren trastorno de ansiedad como yo, no es recomendable, a menos que ese sea tu sueño y te des un baño semanal de valium (chiste).
Aprobé dos de las tres etapas. La tercera la desaprobé por 25 centésimas y fui la desaprobada con nota más alta. Es decir, entraron 60 tipos y yo quedé en el puesto 61. O sea, arafue.
Me costó llanto, depresión y mucha angustia darme cuenta que ese no era mi momento, que indefectiblemente algún día llegaría el momento en el que me reciba de locutora luego de ingresar en ISER, pero que eso debía esperar por lo menos un año más. Me costó mucho y mucho más por las ilusiones que deposité y por el esfuerzo que puse y por todo lo que luché contra los fantasmas del prejuicio, del no puedo, contra mis verdugos -que son mi mente y mi autoestima- -que más que yo, nadie lo sabe-.
En fin, la decisión más importante de mi vida vocacional fue darme cuenta de lo que quiero hacer siempre y de cómo lo quiero lograr. Los hondazos a veces te pegan fuerte y te tumban, pero mientras tengas un poco de garra, cualquier cachetazo es superable y aunque me odie por lo que voy a decir y por el cliché que eso oculta: Lo que no te mata te hace más fuerte.
Así será, seguiré intentando, seguiré aprendiendo y lo voy a conquistar... Sooner, Later...
Hoy no es mi día pero celebro que algunos amigos se hayan tomado la molestia de saludar a una futura locutora.
A los demás, con carnet... ¡Feliz día, futuros colegas!
Carol-Bord... Buscando siempre...
Escribiéndome... para romper violines
3.7.15
25.3.15
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Para que no te olvides
Recuerdo
haber visto esa cara antes. No sé aún si en la TV, si en algún cumpleaños de
amigos en común, o en la casa de mi madre, eterno lugar donde desfilan todos y
cada uno de los vecinos del barrio; sus mascotas, sus primos lejanos y hasta
algún que otro comerciante de los pagos. Tampoco tengo registro de cuándo fue
ocasionado ese encuentro antes de este. Muchas veces me veo en situaciones de
charla interna y revisionismo que busque aclarar de dónde conozco a las
personas que creo haber visto antes; pocas veces triunfa la respuesta. “¿Será
un deja vu?”, me digo. “¿Qué era un deja vu?”, me respondo.
Los
minutos pasaban en el Tren Roca destino a Constitución. Ella se había subido en
Gerli y no quedaba mucho tiempo para descifrar quién era. Comprenderá, lector,
que soy muy amante, casi obsesiva, al límite de la psicosis, de resolver estas
cuestiones. Cuando no lo logro siento una frustración más.
Era
morocha, tez trigueña, delgada en exceso, bonita también en exceso. Vestía una
camisa blanca, una minifalda negra de lycra y unos bonitos zapatos con leve
taco. Miraba su reloj a cada instante, y de manera casual (¿o causal?) me
cruzaba la mirada, haciéndola a un lado cada vez que yo la miraba a los ojos.
Se notaba que algo la inquietaba. Parecía estar muy disconforme con la lentitud
del transporte, ansiosa, apresurada.
Llegó
el tren a Yrigoyen. Apenas una estación más para descifrarlo.
Sentí
que estaba perdiendo una partida; no tenía certezas, estaba casi desorientada
cuando alguien, muy atento a ella y a su tal vez preocupación por llegar tarde
a quién sabe dónde le preguntó la hora.
-“Siete
y media”, contestó algo molesta.
Ahora
no sólo conocía ese rostro, ¡también conocía esa voz! ¡¿Quién es?!
Fin
del recorrido. Yo, casi desesperada, buscaba tener alguna pista más.
Para
mi sorpresa, se dirigió a mí antes de bajar. Me saludó y casi, culposa, me
dijo:
-Me
di cuenta que no me reconociste. Me voy volando porque estoy reee apurada…
Comprendí
todo.
Era
Juan Ignacio. Mi ex.
Carol-Bord...
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