Escribí este cuento a mis 16 años para un concurso al cual nunca me presenté.
Hoy, 10 años después, no le retoqué nada. Fue así nomás, con todos sus errores.
Estas historias que eran harto conocidas... qué lindo sería escucharlas de nuevo con la curiosidad de quien oye por primera vez un relato apasionante... ¡Te extraño, nonita!
Como un clima de humedad y sentimiento grisáceo, parpadeó lento como el baile de los precavidos. Mientras, yo oía sus palabras cada segundo más convencidas de querer darse a conocer. Le dije –“Contame, dale”- , y en lo profundo de mi ser, nació una sensación de ya haber escuchado cada una de esas historias no menos de 200 veces antes, aún así, seguía movilizándome esa rara nostalgia de nunca haber vivido lo que estaba escuchando, y sin embargo, sentirlo tan propio como la obra de un artista, como el bebé que carga la madre mientras lo mira sonreír.
Tardó unos segundos en decidirse (decía no tener ganas de explayarse), sin embargo yo tenía convicción que su demora y dejo de misterio, eran producto de esas puntadas en el pecho, de un gustito a despedidas, sinsabores del destino, puñaladas de la vida.
Todo era realmente distinto, nada de lo que luego conoció, resultaba en algún punto similar a sus recuerdos. A esos recuerdos de siembra en tiempos soleados, de búsqueda de lo que llamamos subsistencia, ilusiones de recostar algún día sus cuerpos para sólo mirar el paisaje que los rodease… Para sólo descansar cada una de esas almas cantando óperas desoladas, riendo de verse unidos, por carecer de billetes para apreciar.
No existían almacenes de ningún Don Juan, ni Don Pepe como descubrieron sorprendidos en su posterior embarque. En Cosenza, Calabria, las cosas funcionaban de otra manera; No se sufría por horas malgastadas, invertidas en “vaquitas ajenas” para poder comprar arroz y pan. Se cosechaba lo que luego, en plena época de nieve, sería a ser repartido a nueve hermanos. El bienestar era colectivo, al igual que las desgracias. Las alegrías, eran compartidas, las penas, los miedos, los cielos grises buscando rayos de sol. Aquellos rayos de sol, no eran más que lo que en las tierras extrañas, luego conocidas, sobraban como alguna redundancia innecesaria del poeta.
Quiso permanecer, quiso poner a prueba su ilusión desesperanzada. Conoció a un hombre un tanto extraño, con el cuál compartió parte de su vida. Sus fratellos, y sus sorellas, junto a sus genitoris, ya habían optado por abandonar sus orígenes (nunca, gracias a Dios, asesinados radicalmente).
Ayer, apostando su futuro como un jugador compulsivo con venda en los ojos. Hoy, renegando de la “mala suerte”. Y mañana, tus memorias, no van a ser menos que aquellas huellas impregnadas en mí. Tus raíces, tu amor.
A sus veintitrés Julios, luego de síntomas obvios de una nueva vida al mundo, presa de sumisiones comunes en el contexto de los años 50, la partera cooperó con algunas agujas de tejer para expulsar a su segundo retoño, el cuál sería bautizado más tarde como Rosita, tres años posterior a Pedro.
Los cuatro, entonces, emprendieron viaje en reencuentro con aquellos que ya habían embarcado. Diecinueve días, decía, sobrellevados con arcadas de no sentirse libre, como el vuelo del pájaro en busca de nuevos rumbos. Diecinueve días sobre ese barco, evitando comer, por aquel malestar físico de no poder caminar en algún parque, ni salir al río a lavar su ropa, como solían hacer días atrás. Quizá, psico- somatizando dolores. Diecinueve días de incertidumbre, como el camino de los ciegos de amor, de no saber dónde culminaría tanta espera, y aún más; si valdría la pena.
Aquellos gustos agrios en nosotros, inevitables tragos amargos. Esos, la acompañarían hasta hoy, con sonidos resquebrajando aún más la firmeza, que convence a los débiles en sus relatos de vida. Tiene la facilidad de soltar sus riendas, con sólo cinco minutos de recuerdos, siendo capaz de esta forma, de colmar un río en sequía. Sólo porque en su espalda, pesa un karma que impulsa sentimientos, y es el karma que siente dolor. El cuál, no fue nunca abierto, nunca repartido, nunca vaciado. Nunca fue.
Quizá, hoy sólo digas que nunca fuiste lo que sentiste en verdad. Quizá, no te arrepientas tanto como expreses. Quizá, no reniegues tanto de esas cualidades intelectuales que carecés, porque tu mundo es mágico como el origen del universo e infinito como este también. Quizá, en verdad no brilles como tantas estrellas fugaces, que saben desde álgebra hasta antropología, pero sí seas luminosa y cálida como el sol, y hasta donde yo sé, hay uno sólo.
Como un guitarrista, en su mejor “sólo llorón”, pisaste tierra, como nos hacen creer de niños, pisó Colón (Luego, salimos al mundo que nos tocó esta vida, y como una sorpresa revelada antes de tiempo, nos decepcionamos).
El mundo gira alrededor de papeles materiales, valores superficiales. ¿Realmente encontraste lo que buscabas? ¿Era esto aquel paraíso descripto en algún suelo lejano, donde naciste? Difícilmente lo sea, mientras presos del hacinamiento temían desplazar su cultura, encendida en su esencia y existencia eternamente.
Esta nueva ciudad, no era lo imaginado. Viviendo entre paz y guerra, (elementales puerta adentro), paradójicamente huyeron de aquel mal innecesario de Guerra, en la década del 40.
Su padre había estado allí, incontable cantidad de días sin probar bocado y sudando de frustración, ensuciado de ambiciones del hombre, en donde quiera que se analice en la historia.
Su madre, “mamma granne”, así llamada por todos sus nietos, era una mujer de mirada pacífica y sometida a su hombre (imagen fuerte y sostén familiar).
Sin embargo, algo unía a estas dos mujeres, además del lazo sanguíneo, y era aquel dejo de dolor, de nostalgias, y sufrimiento, impactando y golpeando sus lados izquierdos, vaciando su ser. Tal vez, el impagable precio jamás alcanzado de librarse de sus pasados presentes.
Mientras tanto, los años pasaban y se preguntaban qué les depararía el destino ¿marcado?, ¿Somos artífices del destino? Adaptarse a nuevos hábitos y costumbres, empezando por caminar calles transitadas, palpar y manipular billetes intercambiándolos por productos de uso personal, fueron claves al momento de vivir, subsistir, o sobrevivir. Sus modos de relacionarse, y valores emocionales sin expresarlos en palabras pero sí en gestos cálidos, fueron apreciados en el ahora suelo propio, o al menos eso intentaban.
Nada fue irrelevante. Aquellos modos, hasta se plasmaron en teatro, en cine. Los gritos simpáticos y a veces odiados, propios de sus tratos cotidianos, dieron origen a situaciones grotescas, las cuales formarían parte también de esta cultura.
Uno de sus fratellos, o bien hermano, Mario, había contraído matrimonio con una joven, según ellos, por “poder”. Se enviaron fotos antes del ansiado encuentro, pero luego, la decepción fue mayor.
Mario, años atrás, de pequeño, era hamacado en brazos de una de sus tías, alrededor de algunas brasas. La mujer, se distrajo unos segundos, el niño cayó. Algunas quemaduras leves, marcaron su perfil derecho para siempre. En la foto enviada a su futura esposa, sólo figuraba su perfil “intacto” izquierdo. Sin embargo, la aceptación hacia el otro, más allá de lo artificial que rige en el mundo, fue mayor. Hoy, tienen cuatro hijos y seis nietos.
Vos, seguís rezongona como siempre. Quejosa de las distancias, del tiempo, de la crueldad del paso del reloj. Quizá, a veces descuides lo imposible de encontrar tangible en vos misma. Eso irradia magia, la verdadera. Hoy, a décadas de distancia, y kilómetros de lejanía, probablemente sepas que gracias a esa esencia que inculcaron en nosotros, de códigos y valores, estamos orgullosos de llamarte; nona.
Carol-Bord... Recordar, volver a pasar por el corazón...
