Si aún hoy me cuesta entender algunas cuestiones, y a veces me avergüenzo ante niñas veinteañeras que son tan despiertas, imaginen por un momento lo que era yo a los 17 años...
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Solíamos congregarnos en la puerta de la casa de una amiga, a hacer lo propio, tomar mates entre nosotras, con amigos, reír de todo, y esperar a que se haga de noche para entrar en nuestras casas donde todo nos parecía un aburrimiento sin fin. Eran tardes de -seguramente- un caluroso enero, ya habíamos terminado de rendir las materias, y estábamos relajados.
Yo, también, había terminado mis tareas en la iglesia. Sí, militábamos ahí, donde más allá de mi fé, me había acercado para hacerme de amigos, los que no pude hacer en el secundario.
Ah, sí... Qué lindo grupo, qué gente hermosa conocí ahí, algunos pocos hoy pertenecen mi círculo íntimo.
En fin, de todos estos “amigues”, había uno que trabajaba de noche, con lo cual a la tarde, una o dos horas antes de su horario laboral, venía a mi casa en su bicicleta, y yo, que estaba a dos casas de distancia haciendo nada con mis amigos, no bien lo veía doblar la esquina, me levantaba e iba a mi puerta para charlar con él.
Luego de eso volvía donde estaba y recogía chicanas de todo tipo: “¿ya se fue tu novio?”, entre otras fechorías. Yo me defendía y decía: “no es mi novio, es un amigo”, con cierta vergüenza, digámoslo, de que me involucraran con él.
Lo cierto es que venía una o dos veces por semana, a veces yo me reía de algunas cosas que hablábamos, otras, el silencio ya daba por terminada la visita, pero del otro lado no había reciprocidad; hacía caso omiso a ese ambiente que se vibra cuando algo se terminó y simplemente no se iba.
Casi siempre yo me aburría, no sabía de qué hablar, y no en pocas oportunidades, me llamaba a silencio, para ver si él se sentía aludido y se marchaba.
¿Cómo decirle que no venga más? ¿Cómo? ¡Si es un pibe divino, si es la fotografía de un muchacho de buenas intenciones, las señoras se pelearían por él, por tenerlo de yerno, bien peinadito y bañado y perfumado con esa colonia asquerosa! ¡Si además me traía souvenirs de sus vacaciones e incluso una vez, por motivo de mi cumpleaños, me regaló una “cadenita” con un dije de paloma! No puedo ser taaaan mala y sobretodo no valorar sus detalles…
Mis modales de piba educada una vez más me susurraban al oído: “¡no seas forra!”
Evidentemente él vivía en una dimensión paralela, porque empezó a venir más seguido. Ya inmersos en mayor confianza hacía chistes, y con cierta benevolencia, percibí que yo le despertaba una especie de ternura, o claro, encontró la excusa justa, puesto que me pellizcaba el cachete -a veces fuerte- como padrino o tío pesado. Eso no me gustaba.
Cuando contaba algo que solo a él le divertía, se acercaba y deliberadamente me pasaba la mano por la cintura, una mano transpirada por el calor. Así repetidas veces en cada visita. Escribiendo este relato todavía me acuerdo de cómo mi corazón se aceleraba, y si bien no me daba cuenta de que todavía no aparecía mi aprobación, identificaba que “bien” no la estaba pasando, que ESO no estaba bueno, que aumentaba mi fastidio cada vez que al saludarlo me sometía a un scan visual con escala en las tetas, que me transpiraban las manos y no por el calor, que un asco acompañaba el pellizco de mejilla y la mano en la cintura, todo como un itinerario de visita a un parque nacional.
Haciendo memoria, en su momento lo hablé con alguna amiga, ya ni me acuerdo con quién, temor mediante de quedar como exagerada. Ella me dijo: “¡pero si ‘random’ es un divino, y además re gusta de vos!” Rápidamente resolví en mi cabeza que si yo no gustaba de él, si no era mutuo, al menos no debía hacerlo sentir mal. De ahora en más iba a ser más condescendiente con él.
Lo concreto es que en las últimas visitas la pasaba mal, y no me animaba a decirlo. Tampoco lo problematizaba tanto, pensaba que realmente era muy cariñoso con todos. Al cabo de unos meses, en los que charlábamos a la vista de mis amigos en la puerta de casa, puse en marcha una estrategia: hablar y reírme menos, comentarle que me estaba interesando por un chico -era verdad- que no me daba bola. Mi táctica era decirle que le contaba mis confidencias porque lo consideraba mi amigo, de este modo, pensé, quizás se sienta desplazado y finalmente se dé cuenta.
Al parecer mi técnica comenzó a funcionar y se sintió algo aludido, un poco tocado, y sus visitas fueron cada vez más esporádicas, hasta que dejó de hacerlo.
Hay recuerdos que no se van: en las oraciones de cada noche pedía entre Padres Nuestros y Aves Marías, a Dios y a la Virgen, que me ayuden a que me guste, o que no vengas más, o que se enamore de otra, algo de eso o todo junto. Sin embargo nunca, jamás, esbozaba en mi cabeza la idea de hablarlo con él para que no deslizara sus manos en mí.
Pasaron algunos años en los que me olvidé de todo eso, continué, vinieron mis primeros trabajos y mi primer novio.
Pasaron más años. Con la masividad de las redes sociales, lo encontré en Facebook. Nuevamente nos hicimos amigos allí, él casado y con un hijo en camino, pero ya no había trato cercano, más que un: “¡Feliz cumple, amiga, te extraño!”.
Viendo sus fotos, empecé a sentir cierta repulsión: sigue en la iglesia, su mujer también pertenece a la misma parroquia y yo sentía un rechazo desmedido, castigándome por lo que me pasaba, y preguntándome ¿por qué? A veces me decían mis amigas: “¡sos mala, eh!”...
La respuesta llegó hace muy poco, hace apenas unas semanas y fue tan claro que me asombré de cómo un recuerdo sale a la superficie un día cualquiera y te pavonea en la cara un: ¡Aquí estoy!
Estaba revisando mi caja de recuerdos, esa que tenemos todos en una esquinita, ella llena de polvo... ¿Quién diría que ahí cobraría sentido todo el asco aparentemente sin razón?
Debe ser porque en mi cajita encontré una rama de tabaco que él me trajo de uno de sus viajes con la parroquia. Es una fuerte sensación, la de desempolvar chucherías y recuerdos que vuelven a su sitio.
El escosor cobró vida y una palabra tan clara como el agua me rodeó: acoso.
Incluso siendo consciente de ser víctima, y de que nunca tuve la culpa, me invadió una dificultad muy grande para exponer a ese hombre que hoy es marido y padre de familia, militante de la iglesia católica.
De verdad creo que no fue premeditado ni adrede, creo que respondió como era esperable, que es un producto bien acabado del machismo aún vigente en tiempos de empatía generalizada con Ni una menos.
Creo que es un poco de miedo también a la repercusión, y sobre todo a que alguien trate de explicarme a mí, que viví un acoso, que no es lo que parece -hay Marianos Iudica por doquier-.
Encuentro muchos desafíos, uno sólo de ellos es el de (re)preguntarse por qué todo lo que pensamos y hacemos en nuestra juventud, es tratado poco menos como una travesura. Esa travesura imprimió una marca. Acepto que un poco me sigue angustiando. Pero no me paraliza como en ese momento, ya no.
Ahora me despierta algo que no podría describir, no sé bien qué es, sólo tengo en claro que mi fuerza está intacta y viva. Se parece mucho a un espíritu de lucha feminista. Es ese hermoso pasaje de sufrir y darse cuenta de que es necesario tomar conciencia para luchar contra todo aquello.
Pensarse, saberse y asumirse una mujer empoderada, implica reconocer que en algún momento pasamos por experiencias en las que fuimos sometidas a un “él”, pero que hoy encuentran un nicho.
Basta. Decimos basta, ya no les va a ser fácil.
Anónimo