Escribiéndome... para romper violines

28.3.18

Al final soy resiliencia

Cuántas cosas hay impregnadas en nuestra cultura cool poser mainstream como se impregna ese olor del tiempo en las hojas de libros: la filosofía del "soltar", el trillado carpe diem, y ahora la cada vez peor ponderada "resiliencia".
Desde que escucho esa palabra en boca de personas que no respeto, siento un soplido interno de molestia... ¿Qué legitimidad tendría esa palabra que al decirla en programas de la tarde con total liviandad pierde sentido? Si acaso las grafías, los fonemas, no hacen más que borrarnos experiencias, si al decir le damos una entidad sonora a algo que en lugar de ser dicho debería ser vivido... Y aún así: si es recitado como versito, si es tan frecuente su alusión como lo es el surgimiento de olas en el mar, cuánto se deprecia, cuán difícil es otorgar un valor.
Pero descubrí, para mi sorpresa, que soy militante de la resiliencia. Soy resiliente.
Mis infiernos, mis manías autodestructivas, mis pérdidas y duelos me hacen pensar una vez más en lugares comunes: no me mataron y me hicieron más fuerte.
Cuántas veces en situaciones de dolor extremo pensé que ya no, que ya no habría un ápice de luz, un halo de esperanza para creer que cosas mejores vendrían.
Cuántas veces pensé: nunca voy a superarlo, nunca va a terminar, soy una esclava de mi libertad cumpliendo la condena que yo misma me dicté: de aferrarme a la adicción de hacerme mal.
Siempre leía sobre lo que yo atravesaba pero en palabras de teóricos que habían estudiado esos temas o de terceros que vivenciaban lo mismo: estaba encerrada en el laberinto de la desilusión, el horror, el hastío y en un círculo vicioso seguía consumiendo lo que me envenenaba, seguía alimentando la falta de hambre de vivir. Qué fuerte, ¿no? Era una especie de desgano por la vida. Más de una vez llegaba a la conclusión de que quería desaparecer, quería ya no ser. Y luego, al bajar de la mente a la realidad de un hondazo: de vuelta a la rutina y al autoflagelo, de vuelta a los fantasmas y a pensar que nunca más saldría de esa caverna.
Peor aún: cuando aquellas situaciones no eran creadas por mí y por el contrario, eran "cosas" de la vida, llámese pérdidas irreversibles, la depresión asistía a la procesión por dentro, porque el mundo no te espera, el mundo no se detiene, los que te cobijan siguen viviendo y el planeta girando: vos debés hacer lo mismo. Vos debés guardar la mierda en la alfombra más cercana y salir a hacer de cuenta que vivís.

El diccionario de la Real Academia Española define a la resiliencia como la: "Capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos."
Y soy resiliente. Si después de esto, sigo en pie con más fuerza que nunca, es claro síntoma de que pude capitalizar las muertes -más allá de las literales- para adaptarme, no instalarme en la perturbación, mutar en algo más, en algo mejor, dejar de ser un ser biótico que respira a ser alguien que vive y no morir en el intento. Como un principio claro de la química: todo se transforma.
Y anoche, en una de las tantas y largas charlas que tengo con la almohada, comprendí que yo me transformé.
Me transformé en una sobreviviente. Y elijo seguir sobreviviendo.




Carol-Bord... "And I spent so many nights just feelin' sorry for myself, I used to cry but now I hold my head up high..."

27.3.18

El miedo al fracaso

Sabrá interpretar quien lea, que este blog no fue pensando en lo más mínimo con ánimo de abrazar la autoayuda o las frases hechas para salir adelante en un mundo atropellado. Pero a veces la realidad se entrena de la mejor manera con bolsas de Box para desestabilizarte de un golpe.
La cuestión a desentrañar somos nosotros a la hora de las decisiones y a partir de las decisiones, las respuestas de la vida frente a ellas, y a causa de esas respuestas nuestra capacidad de asimilarlas.
A continuación, el fragmento de un poema de una pobre chica que fracasó, volvió para contarlo, pero no como quiere hablar mucho del tema, prefirió dejarlo por escrito a modo de poema berreta con el que tal vez, algún fracasado/a se sienta identificado y así poder salvaguardar la raza humana:


Se siente un vacío todos los días de mi vida.
Un vacío que tiene gusto a injusticia.
De no saber por qué, de no entender qué faltó.
Si el miedo a ser rechazado hoy no significa nada,
peor es ser rechazado y ya.
Cuando diste todo, cuando no te quedó nada por dar,
cuando te quedaste vacío tiempo atrás porque sacaste todo de vos,
cuando todo lo que sacaste de vos era lo mejor
y cuando lo único que sacaste a cambio fue un mediocre
"Lo hiciste bien... Lástima, ¡no alcanzó!"


Carol-Bord

Todos los machismos van al cielo (RELATO ANÓNIMO)



Si aún hoy me cuesta entender algunas cuestiones, y a veces me avergüenzo ante niñas veinteañeras que son tan despiertas, imaginen por un momento lo que era yo a los 17 años...


Solíamos congregarnos en la puerta de la casa de una amiga, a hacer lo propio, tomar mates entre nosotras, con amigos, reír de todo, y esperar a que se haga de noche para entrar en nuestras casas donde todo nos parecía un aburrimiento sin fin. Eran tardes de -seguramente- un caluroso enero, ya habíamos terminado de rendir las materias, y estábamos relajados.

Yo, también, había terminado mis tareas en la iglesia. Sí, militábamos ahí, donde más allá de mi fé, me había acercado para hacerme de amigos, los que no pude hacer en el secundario.

Ah, sí... Qué lindo grupo, qué gente hermosa conocí ahí, algunos pocos hoy pertenecen mi círculo íntimo.

En fin, de todos estos “amigues”, había uno que trabajaba de noche, con lo cual a la tarde, una o dos horas antes de su horario laboral, venía a mi casa en su bicicleta, y yo, que estaba a dos casas de distancia haciendo nada con mis amigos, no bien lo veía doblar la esquina, me levantaba e iba a mi puerta para charlar con él.

Luego de eso volvía donde estaba y recogía chicanas de todo tipo: “¿ya se fue tu novio?”, entre otras fechorías. Yo me defendía y decía: “no es mi novio, es un amigo”, con cierta vergüenza, digámoslo, de que me involucraran con él.

Lo cierto es que venía una o dos veces por semana, a veces yo me reía de algunas cosas que hablábamos, otras, el silencio ya daba por terminada la visita, pero del otro lado no había reciprocidad; hacía caso omiso a ese ambiente que se vibra cuando algo se terminó y simplemente no se iba.

Casi siempre yo me aburría, no sabía de qué hablar, y no en pocas oportunidades, me llamaba a silencio, para ver si él se sentía aludido y se marchaba.

¿Cómo decirle que no venga más? ¿Cómo? ¡Si es un pibe divino, si es la fotografía de un muchacho de buenas intenciones, las señoras se pelearían por él, por tenerlo de yerno, bien peinadito y bañado y perfumado con esa colonia asquerosa! ¡Si además me traía souvenirs de sus vacaciones e incluso una vez, por motivo de mi cumpleaños, me regaló una “cadenita” con un dije de paloma! No puedo ser taaaan mala y sobretodo no valorar sus detalles…

Mis modales de piba educada una vez más me susurraban al oído: “¡no seas forra!”

Evidentemente él vivía en una dimensión paralela, porque empezó a venir más seguido. Ya inmersos en mayor confianza hacía chistes, y con cierta benevolencia, percibí que yo le despertaba una especie de ternura, o claro, encontró la excusa justa, puesto que me pellizcaba el cachete -a veces fuerte- como padrino o tío pesado. Eso no me gustaba.

Cuando contaba algo que solo a él le divertía, se acercaba y deliberadamente me pasaba la mano por la cintura, una mano transpirada por el calor. Así repetidas veces en cada visita. Escribiendo este relato todavía me acuerdo de cómo mi corazón se aceleraba, y si bien no me daba cuenta de que todavía no aparecía mi aprobación, identificaba que “bien” no la estaba pasando, que ESO no estaba bueno, que aumentaba mi fastidio cada vez que al saludarlo me sometía a un scan visual con escala en las tetas, que me transpiraban las manos y no por el calor, que un asco acompañaba el pellizco de mejilla y la mano en la cintura, todo como un itinerario de visita a un parque nacional.

Haciendo memoria, en su momento lo hablé con alguna amiga, ya ni me acuerdo con quién, temor mediante de quedar como exagerada. Ella me dijo: “¡pero si ‘random’ es un divino, y además re gusta de vos!” Rápidamente resolví en mi cabeza que si yo no gustaba de él, si no era mutuo, al menos no debía hacerlo sentir mal. De ahora en más iba a ser más condescendiente con él.

Lo concreto es que en las últimas visitas la pasaba mal, y no me animaba a decirlo. Tampoco lo problematizaba tanto, pensaba que realmente era muy cariñoso con todos. Al cabo de unos meses, en los que charlábamos a la vista de mis amigos en la puerta de casa, puse en marcha una estrategia: hablar y reírme menos, comentarle que me estaba interesando por un chico -era verdad- que no me daba bola. Mi táctica era decirle que le contaba mis confidencias porque lo consideraba mi amigo, de este modo, pensé, quizás se sienta desplazado y finalmente se dé cuenta.

Al parecer mi técnica comenzó a funcionar y se sintió algo aludido, un poco tocado, y sus visitas fueron cada vez más esporádicas, hasta que dejó de hacerlo.

Hay recuerdos que no se van: en las oraciones de cada noche pedía entre Padres Nuestros y Aves Marías, a Dios y a la Virgen, que me ayuden a que me guste, o que no vengas más, o que se enamore de otra, algo de eso o todo junto. Sin embargo nunca, jamás, esbozaba en mi cabeza la idea de hablarlo con él para que no deslizara sus manos en mí.

Pasaron algunos años en los que me olvidé de todo eso, continué, vinieron mis primeros trabajos y mi primer novio.

Pasaron más años. Con la masividad de las redes sociales, lo encontré en Facebook. Nuevamente nos hicimos amigos allí, él casado y con un hijo en camino, pero ya no había trato cercano, más que un: “¡Feliz cumple, amiga, te extraño!”. 

Viendo sus fotos, empecé a sentir cierta repulsión: sigue en la iglesia, su mujer también pertenece a la misma parroquia y yo sentía un rechazo desmedido, castigándome por lo que me pasaba, y preguntándome ¿por qué? A veces me decían mis amigas: “¡sos mala, eh!”...

La respuesta llegó hace muy poco, hace apenas unas semanas y fue tan claro que me asombré de cómo un recuerdo sale a la superficie un día cualquiera y te pavonea en la cara un: ¡Aquí estoy!

Estaba revisando mi caja de recuerdos, esa que tenemos todos en una esquinita, ella llena de polvo... ¿Quién diría que ahí cobraría sentido todo el asco aparentemente sin razón?

Debe ser porque en mi cajita encontré una rama de tabaco que él me trajo de uno de sus viajes con la parroquia. Es una fuerte sensación, la de desempolvar chucherías y recuerdos que vuelven a su sitio.

El escosor cobró vida y una palabra tan clara como el agua me rodeó: acoso.

Incluso siendo consciente de ser víctima, y de que nunca tuve la culpa, me invadió una dificultad muy grande para exponer a ese hombre que hoy es marido y padre de familia, militante de la iglesia católica.

De verdad creo que no fue premeditado ni adrede, creo que respondió como era esperable, que es un producto bien acabado del machismo aún vigente en tiempos de empatía generalizada con Ni una menos.

Creo que es un poco de miedo también a la repercusión, y sobre todo a que alguien trate de explicarme a mí, que viví un acoso, que no es lo que parece -hay Marianos Iudica por doquier-.

Encuentro muchos desafíos, uno sólo de ellos es el de (re)preguntarse por qué todo lo que pensamos y hacemos en nuestra juventud, es tratado poco menos como una travesura. Esa travesura imprimió una marca. Acepto que un poco me sigue angustiando. Pero no me paraliza como en ese momento, ya no.

Ahora me despierta algo que no podría describir, no sé bien qué es, sólo tengo en claro que mi fuerza está intacta y viva. Se parece mucho a un espíritu de lucha feminista. Es ese hermoso pasaje de sufrir y darse cuenta de que es necesario tomar conciencia para luchar contra todo aquello.

Pensarse, saberse y asumirse una mujer empoderada, implica reconocer que en algún momento pasamos por experiencias en las que fuimos sometidas a un “él”, pero que hoy encuentran un nicho.



Basta. Decimos basta, ya no les va a ser fácil.


Anónimo

Una mente frágil

Las personalidades frágiles tienden tanto a caer como un niño de meses intentando caminar.
Yo soy uno de ellos, son de mi equipo, les pertenezco.
Llega un punto en que todo se mezcla, en que buscás una cornisa en todas sus formas.
Con que se sienta al borde alcanza, con que te mate un poquito cada rato sirve.
Nadie duda de nosotros, somos uno más, salimos a las calles, compramos el pan, tomamos mate y hasta hacemos los mismos chistes que los nenes bien de las familias enderezadas.
El frágil nunca se siente satisfecho, nada lo termina por complacer, y si es bueno, "no es tanto como..." y si es malo "podría buscarle la forma para que me haga peor..."
And that's the way it goes, uno se instruye, lo mandan a los mejores colegios, le enseñan la tabla periódica de los elementos, la Tabla de Ruffo, el tango Cambalache... Para terminar siendo un maldito frágil, uno de esos que ruegan amor y dependen de todo.
Lo que más le duele al frágil de ser frágil es tener la posibilidad de matar su fragilidad para transformarla en poder autodestructivo. Tranquilos, no es un perfil psicológico, es más bien auto referencial.
Lo que más engorda a la autodestrucción del frágil son las pérdidas y de todo tipo, es un eterno hijo de padres separados resentido, vestido de corderito gracioso. Pero bueno, el tipo es bastante emo.
Yo les pertenezco. Siempre en cada R.E.M, en cada momento previo a despertar, me siento inmersa en sus brazos. Les pertenezco. En mi inconsciente recurrente sobreviene ese sueño o pesadilla como el tic en la abstinencia. Ese fatídico momento en que no sé si es cierto, si es mentira, si es verdad, si es un relato, si lo vivo o si me muero. Esa sensación de correr, no poder. Esa fuerza que no va.
Una cabeza que sueña que quiere escapar y no tiene fuerza, es tan frágil como.
Les pertenezco.

Carol-Bord... Al borde, al filo.

21.3.18

Todo bien, flaquita

Hoy me desperté pensando en vos,
cuándo no.

Como en ochos se repite, siempre en loop, la misma frase: nunca más me olvido de eso.
Estábamos en tu casa, en ese nuevo departamento post separación decorado con nada más que un colchón y un teléfono a disco -siempre decías con encantador cinismo que te fuiste apenas con un tenedor, un plato y una taza-. Yo tenía 4 años. Estar con vos era lo que se experimenta cuando duele la panza de tanto reírse y las horas se pasan, y entre lucha libre y carcajadas, se hizo de noche y te pusiste a freír papas fritas, ese mal adictivo que nos aqueja desde el principio de nuestros días hasta el fin de ellos. Qué bien la estábamos pasando.
De pronto sonó el timbre. Era mi mamá.
Recuerdo que me escondí debajo de la mesa intentando evitar que me encuentren para recogerme, emulando una tortuga en su caparazón, buscando perpetuar esa felicidad indecible, de esas que cuesta describir no menos que soltar.
Te dije que no me quería ir. Te dije que quería estar con vos. Sentí sin verlo cómo se te rompía el corazón.

Y me fui nomás, llorando, me fui nomás con mi mamá.
Hasta hoy me despierto pensando en esa noche e intento crear finales alternativos donde me quedo a comer papas fritas y nos reímos de la nada hasta que nos duele la panza, donde me llamás y me preguntás: "¿todo bien, flaquita?".